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Emiliano Augusto: comunicación defectuosa en una pista de baile globalizada

Fotos: María José Grillo.

El músico misionero radicado en La Plata repasa con ADM sus influencias, su enfoque acerca de la canción y el recorrido de años que hizo desde el fondo al frente del escenario.

Emiliano agarra el micrófono y empieza a entonar una canción de Xuxa. Tiene 6 años y es su primera vez en un escenario. Su voz chillona y confiada acapara el patio, lleno de familias y otros alumnos. Es su momento del acto escolar. Todos los ojos están fijos en él. Pero tras la primera estrofa, se olvida repentinamente la letra. La pista sigue sonando de fondo y él no sabe qué viene a continuación, pero en lugar de entrar en pánico, de desesperarse, decide incorporar el vacío a su acto. Sin pensarlo demasiado, gira hacia su maestra y le pregunta por el micrófono: “¿Cómo seguía?”. El nuevo verso hace reír a la concurrencia. Lejos de la humillación, del bochorno, recibe esa reacción con una sonrisa. La maestra se acerca a él y se inclina para susurrarle la letra. Él sigue cantando, hasta el final. 

Emiliano agarra el micrófono y empieza a entonar una canción propia. Tiene 23 años y es la primera vez que se presenta con la banda de su proyecto solista en La Plata. Su voz despreocupada resuena en la semipenumbra del bar Guajira, ocupada por jóvenes que no tardan en comenzar a moverse. Es su momento de la noche. Todos los ojos están fijos en él. Su postura, actitud y dress code parecen los de una tribu urbana ya perdida: campera y pantalones de jean, el pelo alborotado que cae sobre unas gafas oscuras que lo protegen de la mirada directa del mundo. Emiliano se desplaza por el escenario con gracia y desenvoltura, con altivez impostada, con aguda desfachatez. Posee el desborde de energía de un heredero no reconocido de la familia Ramone, es un John Maus en tercera que, de un instante al otro, borra la frontera del escenario al saltar y mezclarse con el público. 

Emiliano agarra el micrófono y empieza a entonar una versión remixada de una canción propia. Tiene 26 años y es la primera vez que se presenta con su dj set en Ciudad de Gatos. Su voz atemperada discurre sobre beats ensamblados hacia el público, un máximo de 30 personas arrellanadas en la oscuridad. Luce pequeño sobre la plataforma. Se mueve en el lugar, rodeado de luces intermitentes, como un profesor de aerobic en una clase que nunca arranca del todo. Pide por tercera vez a la gente que se acerque. “No mordemos”, promete, para luego soltar por lo bajo “o sí”. Afuera es una noche fría y adversa, que incita a no salir de casa. La lluvia es débil y constante. Halos pronunciados en torno a los postes de luz flotan sobre el empedrado húmedo y desierto de la Vieja Estación. Antes de comenzar el show, Emiliano había garabateado en una libreta la frase “en escenarios solitarios la gente se abre un poco más” y está decidido en convertir esa observación en una realidad. Invita a algunos rezagados a que suban con él. En un parpadeo, en un giro de luces, el espacio se convierte en una pequeña fiesta. Las capas se arremolinan y envuelven al conjunto, es un loop en crecimiento. Emiliano canta y baila entre al menos nueve personas. Se acerca a alguien y pregunta: “¿Te gusta Charly? ¿Te gusta Kraftwerk? Entonces te va a gustar esto”. Y arremete con la letra de Hipercandombe, tema de La Máquina de Hacer Pájaros, sobre la base de ciencia ficción de The Robots, single del grupo alemán. Un hibridaje insospechado que es a la vez una síntesis de su estilo. 

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Los hielos tintinean en una jarra de cerámica blanca llena de vermut. Estamos en el patio de la casa de Emiliano, en un primer piso, rodeados de algunos edificios de departamentos. El aire nocturno, más invernal que otoñal, está cargado por los vítores, cantos y reacciones que llegan desde el estadio de Gimnasia y Esgrima de La Plata, en las entrañas mal iluminadas del Bosque, a casi un kilómetro de distancia. Son también perceptibles las vibraciones graves de la maquinaria del Molino Campodónico, estructuras industriales erigidas a la vuelta, hace más de 130 años. Herzog, el gato negro de la casa, merodea los alrededores de la mesa de piedra gastada. El joven oriundo de Posadas, Misiones, asegura no extrañar la provincia que dejó hace tres años. “A veces se extraña a la gente, a los seres allegados, a algunos amigos. Pero siento que tengo que estar acá. Me desprendí un poco, ya aprendí ahí lo que tenía que aprender. Me dejó enseñanzas muy buenas”.

Emiliano creció en una casa donde proliferaba el rock nacional de los 70. Desde muy pequeño convivió con la noción de la música como trinchera política y refugio poético de la pesadilla de la dictadura, una época en la que las canciones, más que una expresión artística o pasatiempo cultural, eran proclamas arriesgadas y constituían la forma de expresar el horror, de nombrar las desapariciones. «Mis padres estuvieron juntos hasta que yo tuve 6. En ese momento ellos compartían bastantes gustos y se la pasaban escuchando música». Una galería de próceres revoltosos se volcó a sus oídos: Charly García, Fito Páez, Spinetta. «Mi vieja escuchaba mucho Sui Generis. Le gustaba un montón la Negra Sosa, que es lo más grande que hay. Esa música del proceso. Nuestros viejos la vivieron de verdad. Los músicos y las músicas de ese momento marcaron bastante fuerte a la gente que las escuchaba». 

La dictadura nunca fue un tópico prohibido, una parte vedada del álbum familiar que había que saltear. “De parte de mi vieja se hablaba un montón de esa época. Ella nació en el 64, era muy chica en el 76, pero mi abuelo era comunista. Y era medio cabeza. Hacía reuniones en su casa, fue muy perseguido, fue torturado y pudo zafar porque mi abuela tenía unos contactos”. Relata que un día su abuelo se enteró de que la policía estaba por ir a buscarlo a la casa y que, junto a su abuela, tuvieron que meterse en el campo, esconderse en el monte, para poder salvarse. “Dejaron a mi vieja, que tenía 9 en ese momento, y a mi tía, en lo de una vecina. Ella siempre me cuenta que, a la noche siguiente de que mis abuelos se fueran, escuchó el ruido de las botas dentro de la casa, reventando todo. Mi abuela volvió a la semana, mi abuelo después de tres semanas».  Su voz se torna baja cuando reconoce que la agitación y el terror de la dictadura fueron una herida muy grande para su abuelo, que se volvió alcohólico para poder sobrellevarlo. “Le trajo muchos problemas. Hoy tiene Alzheimer y un poco sigue viviendo en esos años. De lo único que nunca habló, con nadie, no sé ni siquiera si lo hizo con mi abuela, fue de la tortura”. 

Emiliano lleva una remera de mangas largas a rayas blancas y negras. Se ríe cuando le pido que me muestre el ‘gran’ tatuaje de Tortoise que se hizo a los 16 años en su brazo izquierdo. “Fue una inconsciencia esto”, dice mientras se arremanga. Ahí está. El monigote extraterrestre de TNT, el disco emblema del conjunto norteamicano y, al mismo tiempo, el asidero ilustrativo y recurrente de todos los entrevistadores. “La gente me habla de esto y es como que ‘bueno, ya está’. Es una música que, sí, me acompañó en un momento, la escuché bastante en la secundaria pero ya está. No me molesta, pero me parece innecesario que me pregunten por él. No siento que sume”. Aunque el tatuaje se lo hizo a esa edad, conoció a la banda tiempo antes. “En esos años, en Misiones, había muchos grupos que estaban metiéndose en el post rock. Estaba en contacto con esa música porque andaba en skate y conocía a los pibes que tocaban, iba a las fechas. No recuerdo quién o cómo llegó, pero una vez que lo escuché entré como un caballo”. 

Emiliano elevó la tabla del suelo por primera vez a los 13 años. En esa pirueta fugaz, iniciática, encontró la noche. Y en ella, se abrió a una serie de rituales vertiginosos: los recitales, la música, los personajes, las atmósferas, algunos excesos. La burbuja de sobreprotección en la que había vivido durante su infancia se rompió. Que le dijeran que no a algo, que le dijeran que no hiciera esto, que no hiciera lo otro, que no se juntara con tal, solo sirvió para atizar su curiosidad, para quebrantar las reglas. Se convirtió en un adolescente rebelde del barrio Los Pinos, enojado más que tristón, que se pasaba el día afuera de casa con su grupo de amigos, en gran parte mayores que él. En la secundaria era una especie de outsider, casi un inadvertido, mantenía conversaciones triviales con sus compañeros, intercambios estratégicos para resolver trabajos prácticos, pero no mucho más. “Ellos querían ir al boliche y yo quería andar en skate hasta las tres de la mañana”.

Durante esa primera etapa de adolescencia trasnochada, repleta de skaters cuasi melómanos, conoció a un flacucho de ojos verdes que tocaba el bajo llamado Germán Vázquez, quien se convertiría en uno de sus mejores amigos y que no tardaría en formar parte de La Otra Cara de la Nada. 

Emiliano tuvo caídas, raspones. Y algunas lastimaduras más severas. Una vez se quebró la muñeca intentando saltar por una escalera. Otra por poco se rompe la cadera (“casi la quedo”) andando en patines por un escenario de la costanera de Misiones. Es curioso cómo en ese historial de movimientos impulsivos, de decisiones tomadas sin rodeos, puede hallarse  una vocación. Con el mismo arrojo ciego, temerario, propio de un salto irreversible, agarró la guitarra cuando tenía 14. “Mi viejo tenía una en su casa. La vi ahí y ¡venga! Vamos a tocar.” No recuerda la primera canción que sacó, pero cree que fue una de Él Mató a un Policía Motorizado. “Amigo piedra, capaz. La tocaba bastante, son dos acordes. Es un tema fácil de tocar”, confiesa, y se excusa entre risas. “Perdonen, muchachos, es así. Pero hay algo que dice Lennon, vamos a citarlo ya que estamos, que es que dos acordes pueden ser rock and roll, pueden ser una buena canción”.

Al año de estar con la guitarra le prestaron un Casio de juguete, con el que comenzó a experimentar. A los 17 dejó de andar en skate, terminó la secundaria e inició un vaivén académico en la Escuela Superior de Música de Misiones (ESMu), donde incorporó mucha teoría y algún que otro rasgo técnico. Hizo un año, dejó, después volvió otros dos años. Y mientras, no paraba de tocar con amigos y conocidos. 

En 2017, junto a Fernando Verón (que además de guitarrista, se encargó de componer y cantar las letras), Luciano Dominguez (bajo y teclado) y Matías Szylak (batería), formaron Caset y sacaron un EP homónimo de rock slacker. Grabado en la pieza de Luciano y mezclado en cassette con una Portastudio Fostex X-28, las cinco canciones del disco se arriman a la melancolía entrañable de Mac DeMarco y a la languidez sentimental de Homeshake, proyecto solista de Peter Sagar, ex guitarrista de DeMarco. A través de acordes ondulantes, teclados desgastados y percusiones herméticas el grupo ofrece observaciones somnolientas y lo-fi acerca de la incertidumbre, las despedidas imperfectas y los vacíos personales. El tema Y no estaban incluso es un pasaje instrumental con ecos de  Khruangbin.

Caset tiene un EP más, estrenado en julio de 2018, en colaboración con el músico mendocino Gonzalo Nehuén (fue baterista de Las Luces Primeras y Las Cosas Que Pasan), que por ese entonces se encontraba de visita en Misiones. Cromo, como lo titularon, es una serie de improvisaciones grabadas en una sola toma. Se trata de un ejercicio de flujo de conciencia, de secuencias intrincadas y sutiles, repletas de loops estridentes, baterías distendidas, oscilaciones electrónicas y guitarras que reverberan desde diferentes profundidades. El sintetizador moog de Nehuén aportó texturas espaciales y colores descarrilados, como si la deriva sensible de Caset fuera examinada por una lente propia del krautrock.

Al mismo tiempo que Caset se desarrollaba, Emiliano comenzó a juntarse a tocar más seguido con Fernando. Esos encuentros decantaron en la creación de un nuevo proyecto: Ficción. “Compartíamos los mismos gustos y con la banda quizás eso no se daba tanto. Aprovechamos el estudio de un amigo, que nos prestaba el espacio para ir y hacer lo que tuviéramos ganas de hacer. Hasta nos dejaba quedarnos a dormir”. Allí se pusieron a grabar las primeras canciones de un EP, antes incluso de probarlas en vivo. Un día Juan Pablo López, compañero de la vida misionero que llevaba viviendo hacía dos años en La Plata, guitarrista de la banda de soft rock atemporal Flaminí, los invitó a una fecha conjunta en la ciudad de las diagonales, en abril de 2019. 

Para Emiliano, Juan fue una especie de embajador entre provincias. La devolución interesada del público ante el show y la agitación novedosa del ambiente movilizó a los dos integrantes de Ficción. Retornaron a Misiones, se abocaron a terminar el EP y lo publicaron en julio. Aunque esa presteza tiene otra explicación: «Pasaba también que Fer tiene una linda voz y escribe muy bien. Entre nosotros dos se generaba una dinámica rápida, salían canciones al toque. Estábamos en la misma sintonía. Era tocar dos, tres acordes y que apareciera la letra, saber ya para dónde podía ir la canción, cómo queríamos hacerla». Si bien hay resabios atmosféricos de Virus, del primer Fito, los cinco tracks del disco parecen componer una carta de amor incondicional a Charly García. «Es mi papá musical», atestigua Emiliano. “Lo escuchamos y estudiamos mucho cuando lo hicimos, un poco queríamos replicar esa instrumentación”. Un exponente bailable de este setting sonoro es Mapa Alguno, donde la ansiedad de un reencuentro se extiende entre la vigilia y el sueño. Influencias canalizadas al servicio de confesiones íntimas al amanecer, primeros planos de imágenes crípticas y de cicatrices viejas. 

Ese mismo año, en agosto, tuvieron su segunda tocada en La Plata. Esta vez, además de coincidir de nuevo con Flaminí, compartieron escenario con Kawai. Regresaron a su provincia natal solo para confirmar una obviedad: tenían que mudarse. En enero de 2020 se establecieron en el nuevo entorno y el alineamiento de la troupe misionera (Germán Vázquez también vivía en la ciudad) se terminó de completar. Sin embargo, los infortunios no demoraron en presentarse. “Nos salió una fecha, la primera que teníamos viviendo acá, y en el barrio donde se hacía mataron a un chabón. Fue enfrente de la casa donde íbamos a tocar”. Un mal augurio que, apenas dos meses después, adoptó la forma de una pandemia mundial. La promesa de un año de vivos y caras nuevas se desvaneció. Con el tiempo Fernando tuvo que volver a Misiones por razones económicas y el segundo disco de Ficción quedó trunco, a medias. “Así que está ahí, macerándose”, se consuela Emiliano, quien tuvo la posibilidad y la convicción de quedarse. Se había sumado como tecladista en Erich Larsson, proyecto solista de Germán, y no quiso desaprovechar la oportunidad. Fue en esa retahíla de días vacíos en los que empezó a jugar con material propio. Admite la influencia de su amigo de la adolescencia: “Cuando vine a La Plata con Fer no había hecho ninguna canción solo. Y verlo a Germán componer sus canciones, verlo en todo ese proceso, me motivó bastante a hacerlo».

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¿Y cómo es tu proceso de composición?

No tengo una forma. Un día puede ser algo lúdico, que empieza como un chiste y puede seguir como un chiste. Me gusta el humor, la ironía. Depende mucho de mi estado de ánimo, ahora que lo pienso. Hago catarsis. Hay canciones que hice y que no se las voy a mostrar a nadie, porque son para mí. Pero bueno, el proceso varía. Depende también del instrumento que esté tocando, si estoy sentado frente a la computadora y todo se torna un momento de abstracción, de meterse adentro de la compu. O si estoy con la guitarra o los teclados. O a veces, antes de que se te ocurra la música, pienso en el concepto, de qué puede hablar una canción. Me ha pasado de todo: sentarme a exigirme componer y que no salga nada, y que a veces sí salga algo que esté buenísimo. A veces me pasa que estoy caminando por la calle y (empieza a tararear algo), aparece una melodía y lo primero que hago es venir a casa y buscar el tono y comenzar a armarla. 

¿Y las letras las escribís en una hoja o…?

Algunas sí. Tengo un par escritas en una hoja que quedó en la nada, que se perdió. Pero no, no escribo mucho. Pongo el tema instrumental y voy cantando arriba. Me grabo. Y después voy escuchando y viendo lo que me gusta y lo que no. 

¿Le tenés miedo al bloqueo? 

Es práctica. El primer tema capaz te sale bastante simple, que tampoco puede estar mal, pero hay que ir haciéndolo. Y hay momentos en los que no aparece nada. Cuando pasa eso me siento a mirar una película, o a escuchar un disco entero. Tampoco me vuelvo loco. No me tortura, no tengo que estar componiendo todo el día. Si bien la música está todo el tiempo dentro mío y todo el tiempo estoy pensando en qué voy a hacer, hay que soltar también, poder hacer otra cosa. 

¿Crees que tenés un límite como compositor?

Creo que sí, pensando más en una cuestión de estudio. Si me sentase a estudiar un poco más quizás algunas cosas podría bajarlas mucho más rápido, pero al mismo tiempo no me afecta. Es lo que te decía hoy, que citaba a Lennon, podés hacer una canción con dos acordes y que el mensaje sea fuertísimo. 

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Hace varios minutos que los flashbacks se detuvieron. Emiliano se levanta y va a la cocina a preparar más vermut. El cielo se nubló. El partido terminó y la hinchada de Gimnasia salió a festejar. Caravanas de autos tocando bocina circundan la zona. Herzog desapareció en alguna de las habitaciones de la casa. Desde el patio puede verse, colgado con cinta de una pared del comedor, el afiche de una fecha de Ficción en La Plata. Al rato vuelve a sentarse, relajado, se acomoda el pelo largo y da un sorbo de la jarra.  Se trate de la misma persona que, sobre el escenario, actúa con enérgica desinhibición, provocativo pero inofensivo, travieso pero profesional. Ya fuera tocando la guitarra en Caset, encargándose de la programación, los coros y los sintetizadores en Ficción, o posándose sobre los teclados en Erich Larsson, siempre se ubicó a un costado, apartado del reflector principal. En algunos casos hasta aparecía retraído, moderado, camuflado funcionalmente en el conjunto. «En Ficción era bastante tímido. Ahora no tanto, porque ya quebré un poco esa timidez, pero en ese momento trataba de esconderme, de pasar desapercibido». 

Según Emiliano, la transición hacia el frente del escenario se fue dando naturalmente. “Al principio era el pibe del interior, que viene acá y todo es nuevo, era difícil salir para afuera. Pero tener a Fer tocando frente mío y ver cómo se comportaba, y después tenerlo a Germán, que era otro costado más diferente… Eso, más toda la música que escucho, los vivos que veo, la atención que le presto al comportamiento del artista… Eso se va cruzando todo el tiempo, es un ‘buuusshhhh’, una transformación”. 

La importancia de la estética y del rol del frontman en el escenario, la perspectiva del cantante como alguien que transmite un mensaje al público, son criterios que pueden hacer del espectáculo más memorable, más allá de la música. A veces, simplemente, el valor de una performance radica en los modelos que uno asimiló. “Juanse, Charly, Fito, todo el reviente. Vengo de ahí. Está dentro mío, es la base, como la escuela. No estoy endiosando eso, tengo otro contexto y tengo otras cosas que decir, pero sí hay actitudes que me quedaron de tanto escucharlos, de ser fanático. Y meto ahí, a fondo».

La banda Emiliano Augusto tocó por primera vez en las vacaciones de julio de 2021, en Misiones. En ese momento la integraban Eduardo Ariel Manriquez (guitarra), Pompeo Ignacio Rigamonti (guitarra), Julia Consolo (teclados), Sol Ariens (bajo) y Martin Britos Dumois (baterías). “La idea era vacacionar todos juntos. No teníamos la presión del escenario platense, de ‘esto tiene que salir bien de entrada’. Lo hicimos en el bar de unos amigos. Tocamos, nos divertimos y estuvo buenísimo”, cuenta Emiliano, quien por ese entonces ya tenía un repertorio consolidado. Aún así, nunca estuvo apurado por establecer la forma concreta, limitada, de la canción. “Eran temas que surgieron desde la compu, pero dejaba un lugar abierto para que la banda, cuando ensayábamos, pudieran meter arreglos”. 

Emiliano hizo un video de Youtube de esos días, con tomas del grupo subiendo al avión, viajando. No sabe cómo, pero esas capturas le llegaron al músico y productor Lucas “Fonso” Difonzo, de Mansibal, que le escribió para hacer una fecha en La Plata. La organizaron para diciembre, en Guajira. Desde entonces, Emiliano Augusto creció y se insertó tanto en el circuito platense como en el porteño: se presentó —por mencionar algunos lugares— en Niceto Humboltd, Casa Pulsar, Pura Vida, Niceto Bar y Tecnópolis.

Hasta ahora, Emiliano lanzó oficialmente cuatro temas, en los que el rock, el pop y la electrónica se fusionan para flotar entre la vida urbana, la angustia social y los monólogos internos. Aunque apenas superen los tres minutos, cada uno de ellos contienen texturas sintéticas y trepidantes dignas de ser extendidas por horas. Semillas de remixes hipnóticos. En Monitor, cuya letra nació a partir de un cadáver exquisito, todo se termina sin una razón concreta. «Es el fin de un amor/Ya no me funcionaba el monitor», repite Emiliano con fría determinación, casi un susurro sobre arpegios pegadizos y frecuencias computarizadas. Las visiones fragmentadas de una metrópolis sumida en una hora pico perpetua se traslucen en Bandera. Los coros fibrilantes de Julia Consolo cruzan flotando entre capas digitales para intentar arrancarnos de una vida desgastada. Pero el escape parece imposible, porque los resquicios de esa fantasía geográfica terminan enterrados por un grito trágico. «No es culpa de los demás», asume Emiliano entre los patrones sinuosos de Runrún. Comunicación defectuosa en una pista de baile globalizada. Hacerse cargo nunca fue tan necesario.

Runrún tiene un video filmado por Sol Ariens y con fotos de Germán Brittos (responsable de todas las tapas de sus sencillos). En blanco y negro, arranca con el perfil recortado de Emiliano frente a un televisor aparentemente sin señal. Nos sumergimos en la estática y luego en un carrusel acelerado, por el que se cuelan fotogramas de sucesos de los 90 y de los 2000 en el país. Allí está el salto al vacío de Charly desde el noveno piso, los escombros del atentado a la AMIA, el beso provocativo de Miguel Etchecolatz al papel donde había garabateado el nombre de Julio López tras la lectura de su condena perpetua, Menem estrechándole la mano a Mick Jagger durante la visita de los Rolling Stones a la Argentina, Charly golpeando a un notero, dos hombres tirando piedras en una de las manifestaciones del 2001, una fila de policías preparándose para reprimir. Hay también tomas recientes de Bs. As., de la Av. Corrientes, de la Estación Constitución, del Congreso de la Nación. Se muestran bandadas de pájaros oscuros en cables de alta tensión, el tráfico intenso de alguna calle porteña, la partida de un subterráneo. Pueden verse un montón de muebles y colchones arrojados en una calle, a un señor revisando un contenedor de basura, a un malabarista en un semáforo, a un afilador de cuchillos en acción sobre su bicicleta. De pronto, se vuelve dificultoso disociar las imágenes de archivo de las actuales. La crisis de ahora se refleja en la crisis de ayer. En simultáneo Emiliano recorre el paisaje convulso y materializa el relato del provinciano en la gran ciudad. Las dos representaciones que más se repiten en el montaje son las de un ramo de flores blancas y las palabras ‘los demás’ invertidas. Es tentador pensar que podría tratarse de un mensaje subliminal: flores fúnebres para una sociedad abatida, incapaz de recordar su historia y, por ende, condenada a repetirla. 

La lectura del presente a través de figuras políticas del pasado también se manifiesta en Barato, último estreno de Emiliano. El sampleo del sketch publicitario de Cha Cha Cha de “Whisky 30 pelusas, para los playboys prácticos”, se funde rápidamente como el eco de una radio antigua en el pulso moderno de una marcha. «Barato sí/Trucho no/No hay nada» desliza Emiliano, tomando prestado de una de las líneas del falso anuncio, su voz filtrada superpuesta a la de Menem en un acto buscando la reelección junto a Carlos Ruckauf en 1995. El “vos no sos lindo” de un Charly errático y puestísimo a un periodista de Crónica se cuela segundos después. Como un marinero predispuesto a hundirse con su nave, Emiliano declara: «Esta es mi casa/Si se derrumba/Yo me quedo igual». El chiste termina de cerrarse dos estrofas después, con el irónico “¡A triunfar! ¡A triunfar” de Menem. Permanecer a pesar del desmoronamiento, permanecer hasta que el castillo se desinfle del todo. 

Los guiños políticos se exacerban y adquieren un tono jovial en el demo de Dorso de todos, publicado solo en Youtube. Nadie parece salvarse en ese blues satírico: «Es nico tacaño (o sera)/Carlos mas-laton (proceda)/Santi manotea (ricas)/Pela las bananas/De algún gorilón», o bien  «Y la abeja reina/Gozó de las mieles/Esquivó las balas/Pero en sus panales se descontroló». Hasta el himno se corrompe y se adecúa a los valores de estos personajes: «Oid mortales/Oid mortales/Delito sagrado». Al final, elegir el mal menor es el mejor camino. O el único que queda.

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Se suele decir que el arte surge como una respuesta o una reacción a algo. ¿Tu música, estos temas, son de algún modo una reacción al mundo actual?

Creo que sí. Sí pienso que en las letras hay una cuestión contestataria, digamos. Que tampoco fue muy consciente, de ‘vamos a hablar de esto’, sino que a mí me duelen esas cosas. Las siento. Es una situación en la que estamos bastante angustiados. No sé si hay mucha gente que lo esté diciendo y no sabemos dónde va a terminar todo. Hay una incertidumbre gigante. La precarización está en todos lados: en la música, si laburás en un kiosco… Pero sí, pienso que lo que estuve haciendo es una reacción. Estoy enojado, voy a hacer catarsis y tengo la libertad de poder hacerlo a través de una canción. Para mí es una verdad, confío en eso y la voy a cantar bien fuerte. Yo me siento desamparado. ¿Por qué no hablamos de esto? Y me siento re privilegiado de poder estar sentado frente a la computadora haciendo música. Hablo desde ese lugar pero al mismo tiempo no quiere decir que no me afecte, que no me duela. Siento que estamos en un contexto donde no hay que decir las cosas a medias.

¿Qué harías si no fueras músico?

En un momento, cuando era muy chico, quise ser chef. Después me agarró una cosa con la psicología, pero me duró pocos meses. Pero no, sin la música no haría nada. Sería un potus, una planta. Capaz me hubiera dedicado a estudiar cine, no sé.

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Sábado de fines de mayo de 2023. Cuatro jóvenes de traje, hieráticos, grises, salen al escenario de Guajira y se colocan frente a los instrumentos. Uno de ellos anuncia por el micrófono, con el jazz vicioso What’s the use of Gettin’ Sober (When You’ re Gonna Get Drunk) de Joe Jackson sonando de fondo, que son tiempos difíciles, que los cambios se aproximan pero que desconocemos con certeza de qué naturaleza serán. Por el tono de su voz da la sensación de que sabe algo que nosotros no, como si fuera el narrador omnisciente de esta historia. En lugar de explicitarlo, ofrece una interrogante al público: “¿Quién es Emiliano Augusto?”. Jinetes corporativos de un apocalipsis inminente, distrayéndose y distrayéndonos con una adivinanza, con el presunto desenmascaramiento de un nombre propio. Los oficinistas se van para que entre la banda. Pompeo Rigamonti se cuelga la guitarra y Santiago Monroy el bajo. Martín Britos se sienta ante la batería y Tomás “Toto” Marcucci se posiciona frente al sintetizador. Pasan los minutos pero Emiliano no aparece. Los músicos hacen la pantomima de llamarlo por celular, aparentan desconcierto. Martín se acomoda y comienza a aporrear la batería. El telón del fondo se agita y surge él de entre las sombras. Avanza con despreocupación teatral hasta el frente. Las luces lo apuntan. Lleva una camisa blanca y holgada, pantalón sastrero de color denim y botas negras. El público celebra. Ya no está en calidad de telonero. Hoy es el nombre principal en la marquesina virtual del evento. Es un enviado al que no le importa llegar tarde, un playboy práctico preparado para el desastre. Hacia el final del recital, Emiliano agarra el micrófono y entona una y otra vez: «Yo me quedo acá/Bailando hasta que esto termine». Hasta que todo termine.